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Cultural

Luis Eduardo García: “La sociedades, como los individuos, también pierden la memoria”

El poeta y escritor piurano con El lugar de la memoria ganó el Premio de Novela Corta del BCR, una historia en la que se lucha contra un mal que borra todo rastro y memoria de nuestra existencia.

El poeta norteño nos relata sobre su obra El lugar de la memoria. Foto: Yolanda Goicochea URPI/La República
El poeta norteño nos relata sobre su obra El lugar de la memoria. Foto: Yolanda Goicochea URPI/La República

Sorda, muda, la enfermedad era la procesión que iba por dentro. Amado es un escritor fracasado, de 60 años, que se da cuenta, frente a un espejo, de que el Alzheimer ha venido por él. Le asaltan muchos temores, entre ellos, que Cayetana, su única hija, se olvide de él. Entonces, mientras no sea tragado por la desmemoria, iniciará una lucha imposible contra el olvido para dejar a su hija huellas de su existencia. Esa es la historia que narra el poeta y escritor Luis Eduardo García (Piura, 1963) en El lugar de la memoria, libro con el que ganó el Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro del Banco Central de Reserva del Perú.

La novela, de atmósfera, familiar, íntima, avanza en dramático contrapunteo entre Amado y su hija y nos enfrenta no solo ante el fin, como es la muerte, sino, sobre todo, al miedo de que de nuestra vida no quede rastros ni memoria.

—¿Qué motivaciones te arrastraron para escribir esta historia de amor filial?

—En realidad, fue eso, una relación de amor filial. Lo que motivó principalmente fue una imagen que apareció de pronto en mi cabeza en relación con mi hija. Tú sabes que las relaciones entre padres e hijas son a veces difíciles y uno no sabe qué puede depararte el porvenir. Yo no vivo con ella y me asaltó el miedo de que como no convivimos y estábamos distantes, ella me pudiera olvidar. Esas son cosas hasta cierto punto un poco ingenuas, pero que te asaltan y te producen miedo.

Esa imagen la tenía ahí y pensé escribir un poema, pero luego me asaltó otra imagen más: qué pasaría más bien si soy yo quien se olvida de ella. Entonces, estas paradojas decidí llevarlas al plano de la narración. Así, a partir de una imagen, diríamos personal, nació esta historia que contiene en sí misma una paradoja: un padre tiene miedo que su hija lo olvide, pero, finalmente, es él quien termina olvidándola a ella. Sí, la novela nació a partir de la relación filial, pero terminó en lo que terminó.

—¿Nació también un poco del miedo?

—Claro, uno de los móviles centrales es el miedo, que es un sentimiento que, por los testimonios que he recogido, es lo que afecta a los lectores, quienes, cuando empiezan a leer mi novela, sienten temor porque es una experiencia que podría pasarle a cualquiera.

—El tema es el olvido a raíz del Alzheimer, ¿o sea, existimos solo si de nosotros queda memoria?

—Sí, porque de lo contrario no queda nada. Somos, fundamentalmente, memoria, lo cual es, hasta cierto punto, trágico. Pero hay gente, como los escritores y los poetas, que pueden dejar rastros, documentos, cosas escritas o que también pueden pervivir en la memoria de los otros, pero, a su vez, los otros también van a ser olvidados y, así, una cadena infinita, hasta resultar casi nada. Por eso es que hay una imagen de una nuez vacía en la portada de la novela. Es decir, sin memorias somos como cáscaras vacías, nos volvemos seres instintivos. Sin memoria, no hay forma de relacionarnos con los demás. Los demás tienen que intuir nuestro estado de necesidad porque la memoria, además de memoria, es el lenguaje al mismo tiempo.

—Amado dice que el olvido es una isla de donde no se puede salir.

—Sí, lo pensé mucho. Es muy parecido a eso. La metáfora expresa de algún modo lo que vendría a ser esa enfermedad, porque el paciente vive en un mundo totalmente aislado, desconectado. No hay forma de establecer una relación con él. Entonces, eso es una isla a la que se llega y no se puede salir. Es irreversible.

—Héctor Abad dice “el olvido que seremos”. Cayetana en un momento afirma: quedarse sin memoria es la muerte absoluta.

—Claro, es lo más parecido a eso. Si existe una imagen de la muerte, yo creo que vendría a ser esta, la de quedarse sin memoria.

—Padre e hija luchan contra el olvido, pero el olvido, vallejianamente, ay, siguió viniendo…

—Mira, los médicos le dicen que haga ejercicio de memoria. La hija le recomienda escribir sus recuerdos y él mismo termina convencido de que es mejor dejar algo pese a su desdén y la aversión por la trascendencia. Él es un escritor en realidad fracasado. Pero la hija lo termina convenciendo de que debería, no solo por razones de salud, sino por una cuestión de él mismo, dejar rastros. Entonces, emprende una carrera contra la enfermedad, pero el mal va muchísimo más rápido. Tanto que pierde el lenguaje. Apela al dibujo, pero ya es un poco tarde.

—Además del miedo al olvido, también está el miedo a la vejez, al deterioro del cuerpo con los años.

—Sí, además del miedo a la pérdida de memoria, está el miedo a la vejez, porque Amado es una persona de 60 años y el deterioro de su mente llega también con el deterioro del cuerpo. Y eso le genera una serie de reflexiones como quiénes somos, hasta dónde nos es dado vivir, qué tan dueños somos de nuestras propias funciones corporales. A partir de la conciencia de esos límites, él empieza tratar de establecer qué sentido tiene la vida sino es más que un absurdo, como ya lo han planteado hace muchos tiempo.

—Padre e hija visitan al museo el Lugar de la Memoria (LUM). ¿Intentaste interpolar la memoria individual con la memoria colectiva?

—Mira, eso llegó de manera fortuita. No tenía pensado ese episodio, pero mientras escribía la novela hice una visita al LUM. Entonces, allí ocurrió, como un chispazo. Como Amado es una persona muy reflexiva, es consciente de lo que le está sucediendo y del entorno en el que vive, se plantea algunas preguntas y concluye que también las sociedades, como los individuos, pierden la memoria. Pero qué ha hecho la sociedad para conservar la memoria. Allí ve que hay un museo, documentos, fotografías de la violencia que se vivió en los años 80 y 90.

Él está buscando su propia respuesta para su caso personal. Y sobre eso hay un diálogo con su hija, que me ha servido para establecer la conexión del personaje con el mundo social en el que vive. Y se da cuenta que son muy parecidos, que las sociedades también pierden la memoria, a veces de manera involuntaria o voluntaria. En el caso de él, es contra su propia fuerza. No ocurrió así en los años 80 y 90, donde la sociedad, las comunidades, arrasadas por la violencia, perdieron, como dicen los personajes, una de las cosas más valiosa de su vida, la memoria. Y eso es también como estar muerto.

—Sobre todo lo que hace la historia oficial…

—Sí, a veces la borra del todo.

—Pero ir al LUM te dio el título de la novela.

—Antes de empezar escribir la novela, ya tenía el título, pero cuando hice la visita al museo lo confirmé. Incluso había cambiado varias veces el título, pero, definitivamente, ese, El lugar de la memoria, era el título, y que va a jugar con la ambigüedad porque el lector podría creer que esta historia tiene que ver con ese museo. Pero en realidad, no. Memoria porque el personaje se pregunta a dónde van a parar los recuerdos, dónde se quedan, dónde van a pervivir si es que perviven, que es la misma pregunta que anima al LUM.

—Más allá de la historia del amor filial, esta novela es violenta, de la violencia incubada por la enfermedad, que arrasa con la paz de los involucrados con el paciente.

—Mira, me propones con tu lectura un enfoque que algunos lectores no lo han pensado así, ni yo mismo. Sí, ahora que lo dices, hay un gran componente de violencia, es la violencia de la enfermedad que arrasa violentamente con todo vestigio de recuerdos y memoria y que, a su vez, se expresa hasta físicamente. Esa violencia que provoca arrebatos a quienes rodean al enfermo. Recuerda, Cayetana se exaspera y reacciona violentamente contra su padre. El propio enfermo a veces implosiona sin control y sin saberlo, y las personas que lo rodean son víctimas de la violencia de la enfermedad.

—Amado escribe un diario en libretas que le da su hija, ¿la escritura como un muro de contención del olvido?

—Sí, imagínate qué sería de nosotros si no tuviéramos formas de documentar, guardar o archivar. La memoria en sí misma es frágil y el muro de contención, en este caso, es la escritura. La escritura como una tabla de salvación, en cierta forma, mientras dure la escritura. Deja sus recuerdos en esas libretas, pero en realidad lo que quiere él es perdurar en la memoria de la hija.

—Finalmente, escribes desde Trujillo, ¿crees escribir desde la periferia?

—Podría decir que escribo desde la periferia con anhelos universales. El mundo global ha borrado fronteras. Claro que sigue habiendo dificultades, limitaciones. Claro que el Perú sigue siendo centralista, en donde el poder político está en un lugar y, por lo tanto, el poder cultural también está ahí. Pero, a su vez, Lima es la periferia de otros centros. Ahora el mundo global no solo tiene un solo centro, hay varios centros y varias periferias.

Nació en Acarí, Arequipa. Estudió Literatura Hispánica en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú). Egresado y bachiller en Literatura. Ha publicado artículos y reportajes en diarios y revistas nacionales y extranjeras. Sus textos literarios han sido incluidos en la “Antología de la Poesía Arequipeña”, de Jorge Cornejo Polar y en la muestra de poesía de Perú y Colombia “En tierras del cóndor”, de los colombianos Juan Manuel Roca y Jaidith Soto. Ha publicado el poemario Manuscrito del viento y libro de perfiles Rostros de memoria, visiones y versiones sobre escritores peruanos.