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El café de todas las sangres

La historia del café en la selva central tiene todos los elementos de una saga épica, que logró unir a colonos de diferentes nacionalidades y a nativos asháninkas cuando el Perú apenas empezaba su camino republicano. 

La familia Klatt recibe al agregado militar alemán en su finca de Chanchamayo. Foto: Fototeca Italiana
La familia Klatt recibe al agregado militar alemán en su finca de Chanchamayo. Foto: Fototeca Italiana

Por: Rubén Romero Prieto

A 320 kilómetros de Lima, el aire húmedo de los atardeceres se mezcla con el olor de las flores nocturnas y el del café. Hace tiempo, las abuelas tostaban de manera artesanal el café que crecía en las montañas y quebradas del valle de Chanchamayo y eran capaces de reconocer en sus sabores las chacras de las que procedían. Cada café ostentaba un origen, una familia, una finca, como si fueran barrios o distritos de un planeta especial. Personaje popular durante décadas, de el café dependía la alegría y el bienestar de miles de familias. Los señores jugaban a las cartas y preguntaban: «¿Cómo está el café?». Los niños consultaban por los precios, por las cosechas, por las lluvias torrenciales que amenazaban las carreteras que permitían los viajes del café. Más que un hijo o hermano, era el abuelo protagonista de una historia sin fin que empieza con una pregunta: ¿cómo llegó el café africano a la selva del Perú?

En el imaginario popular chanchamaíno se mantiene la idea de que fueron los italianos quienes trajeron los granos arábicos. Improbable teoría que nos obligaría a imaginar cafetales en Europa y a migrantes transportando durante meses arbustos en barcos mal acondicionados. Lo cierto es que a finales del siglo 19, Chanchamayo alcanzó notoriedad por su excelente producción de «típicas», variedad conocida en la zona como «común», cultivada entre los 600 y 2.000 m s. n. m. La selva más cercana de las urbes fue la referencia obligada del café peruano. Y un lugar de paso para científicos y exploradores fascinados por su belleza y biodiversidad.

Asháninkas en la colonia japonesa Puñizas. Foto: Familia DOI

Asháninkas en la colonia japonesa Puñizas. Foto: Familia DOI

A pesar de que no se conocen las circunstancias de la llegada del café, sigamos la versión que descansa en bibliotecas, archivos y colecciones privadas que contienen relatos de aventureros, manuscritos, dibujos y mapas. Cuando nos independizamos de España, los gobernantes peruanos pretendieron desprenderse de la impronta venida de la península e inauguraron la era republicana con proyectos para «mejorar la raza». París reemplazó a Madrid en el imaginario limeño: hoteles, restaurantes, cafeterías y panaderías francesas surgieron por doquier, inaugurando un idilio con la estética y el savoir faire galo.

En 1854, en Huancayo, a 180 km de Chanchamayo, se abolió la esclavitud. Mientras miles de afros y chinos liberados huyeron a la selva, el grupo de familias que conformaba la burguesía local decidió impulsar la colonización de la Amazonía. Su idea se resumía en un lema: «civilizar a los salvajes». Con esta idea, crearon comités para tramitar la migración de futuros colonos, que debían ser blancos, cristianos y agricultores.

Luego llegaron al Callao los barcos cargados de italianos y alemanes originarios de Génova y Rhenania. Eran campesinos pobres que huían del desempleo y el hambre provocado por la primera revolución industrial en Europa. Subían a los barcos soñando con el oro de los incas. Y aunque bajaban sin comprender el castellano, intuían que detrás de la cordillera los esperaba la tierra prometida.

Tras una penosa –para algunos mortal– travesía, remontaban los cinco mil metros de los nevados de Ticlio y descendían a los valles de la selva central. Se instalaron a orillas del río Chanchamayo, amparados por el fuerte San Ramón, construido para proteger a los evangelizadores «de los salvajes». La población local constaba de un puñado de militares, un padre franciscano y algunos colonos andinos. Muy pronto recibieron la visita de los asháninkas, los hombres que desde hace miles de años habitan la región. Y fueron ellos quienes educaron a los exhaustos y desubicados civilizadores en el arte de sobrevivir en la selva.

Vista de la antigua hacienda Naranjal en Chanchamayo. Foto: Rubén Romero

Vista de la antigua hacienda Naranjal en Chanchamayo. Foto: Rubén Romero

Los seis idiomas del café

Aprendieron sus idiomas, la caza, la pesca y los secretos de las plantas medicinales. Pronto descubrieron los inexplicables campos de café de la zona: eran arbustos que descendían del primer cafeto que en el siglo 18 llegó al Caribe por encargo de Luis XV. Los nativos los mantenían junto a yucas, papayas y plátanos. Organizados en clanes, los colonos se aventuraron a las montañas que rodeaban el valle, bautizando los ríos y las quebradas. Fundaron fincas y montañas con nombres evocadores: Lorraine, Armorique, Francia, Borgoña, Nueva Italia, Auvernia. Los domingos se comerciaba en alemán, francés, italiano, quechua y asháninka. Luego se sumó el cantonés. Culíes provenientes de las granjas costeras trabajaban como jornaleros en las cosechas. Se creó un Barrio Chino, surgieron los primeros chifas. En 1885, las montañas de Vitoc, San Ramón y Chanchamayo ya se dedicaban exclusivamente al café. La producción se posicionó en Lima. Los excelentes precios del mercado internacional consolidaron el inicio de la caficultura peruana. Théodore Ber, communard, fundador de la Alliance Francaise y apasionado de la arqueología, describió la vida social y cultural de la región. Su relato de miles de páginas explica la temprana interculturalidad, el cosmopolitismo empírico, su riqueza étnico-social, todo generado por un grano amargo.

Hoy, cientos de fotografías de los descendientes de los antiguos chanchamaínos grafican la historia del valle. A fines del siglo 19, la inglesa Peruvian Company ocupaba medio millón de hectáreas en el Perené, 10.000 se dedicaban a los cafés. Los descendientes del prócer italiano Garibaldi se instalaron y fundaron el poblado Nueva Italia. Cerca de ahí, los nuevos colonos japoneses fundaron la colonia cafetalera de Puñizas, donde vivían y trabajaban con los asháninkas. Sus hijos aprendieron el asháninka antes que el castellano. Es la generación que fundó las primeras cooperativas cafetaleras y logró construir carreteras, puentes, escuelas y postas médicas. Todo aquello que fue postergado por la indiferencia de un Estado fantasma fue conseguido con el café.

Granos mojados de café. Foto: Rubén Romero

Granos mojados de café. Foto: Rubén Romero

Aunque la mayoría de las fincas cafetaleras desaparecieron, todavía existen en Lima negocios que ofrecen “café tostado de Chanchamayo”. El ingreso del valle al imaginario republicano no se debió a la gesta insólita del prócer Juan Santos Atahualpa, sino a los exóticos aromas del café.

Durante 150 años, las familias se fusionaron, los apellidos se confundieron y en los cafetales se oían con naturalidad y para siempre esos idiomas, amazónicos o asiáticos o europeos o andinos. Para el café de todas las sangres, la interculturalidad fue la verdadera aventura.

Luego llegaron al Callao los barcos cargados de italianos y alemanes originarios de Génova y Rhenania. Foto: Archivo Rubén Romero

Luego llegaron al Callao los barcos cargados de italianos y alemanes originarios de Génova y Rhenania. Foto: Archivo Rubén Romero

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